El dominio público desarrolla su régimen jurídico al abrigo del principio de inalienabilidad, de origen inveterado en el Derecho español. El Fuero Juzgo obligaba en efecto a los reyes godos a jurar la ley que les prohibía partir, dividir o enajenar los bienes y estados de la corona y, mil trescientos años después, el Art. 132 de la Constitución Española proclama los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad.
Desde esta premisa general, el aprovechamiento especial o el uso privativo de los bienes de dominio público solo pueden otorgarse a través de concesiones o autorizaciones administrativas, según previenen la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas y el Texto Refundido de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2011, de 5 de septiembre. Se decide entre concesión y autorización en función de criterios de discrecionalidad administrativa y con fundamento en el criterio de temporalidad, a saber, la autorización se articula para supuestos de ocupación con instalaciones desmontables o bienes muebles, con un horizonte temporal límite de cuatro años o de tres años en los espacios portuarios; y la concesión se articula para la ocupación con vocación de permanencia, con obras o instalaciones fijas.
Sobre esta cuestión precisamente el Tribunal Supremo ha dictado su interesantísima Sentencia Nº 1.772/2023, de 21 de diciembre, que tan oportunamente renueva nociones tal vez desgastadas por el uso y establece un límite infranqueable a la discrecionalidad de la Administración pública, que «no puede comportar arbitrariedad, lo cual remite el debate a los propios fines de dicha potestad, que deberán deducirse de la regulación que, en relación a las potestades conferidas a la Administración portuaria confiere la ley». Pues bien, el Alto Tribunal advierte de que para optar entre la autorización y la concesión, «los criterios a tomar en consideración (…) no deben estar vinculados tanto al régimen de utilización que se pretende con dicha cesión como a las propias características de los bienes públicos que se ceden. Es decir, la cuestión debe centrarse en si los bienes que se ceden, por sus peculiares características, aconsejan y hacen posible una cesión por un plazo superior a tres años», poniéndose así coto así a la corruptela de las autorizaciones concatenadas, que dejan a los inversores privados a merced de las decisiones administrativas acerca de la continuidad o no de su actividad, al finalizar cada período de prórroga sucesiva.
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